Reproductor

viernes, 25 de septiembre de 2015

Capítulo 27 - Hacer lo correcto



-¡Detened esta masacre!-grité en mitad de la calle con todas mis fuerzas, enfurecido con los mercenarios-. ¡Nuestra misión era eliminar a los rebeldes, no a los habitantes de Argard!

-Sería esa tu misión, “capitán”, pero a nosotros nos han pagado por aniquilar y es lo  que hemos hecho-dijo uno de los hombres mientras salía de una de las casas con baúl repleto de joyas.

-¿También estaba en tu trabajo saquear?-pregunté enfadado.

-A ellos no les sirve de nada que dejemos estas cosas en sus hogares ahora que están muertos-dijo otro mercenario, el cual tuvo hasta el descaro de colgarse al cuello algunos collares de oro-. ¿Qué importará que nosotros nos quedemos con sus pertenencias? Es un desperdicio dejarlas aquí abandonadas.

Cabreado, me di por vencido; era imposible razonar con ellos. No tenían ni un ápice de honor ni parecía importarles tenerlo. Eran simples bárbaros armados con espadas con la excusa perfecta para matar y arramblar con todo lo que pudieran. Durante el resto de la tarde anduve entre las pequeñas calles de aquel minúsculo pueblo, viendo el rastro de destrucción que habían dejado aquellos animales, pues no podían considerarse hombres las bestias que había traído conmigo, mientras me sentía culpable por lo que había sucedido, por la pérdida de tantas vidas inocentes.

Al caer la noche, los mercenarios se alojaron en las casas que habían saqueado después de apilar los cadáveres en la entrada del pueblo. Mientras tanto, yo fui a comprobar que los padres de Horval estuvieran bien. Willen se había quedado toda la tarde postrado en la puerta de la casa, con la espada en su mano, para asegurarse de que nadie se acercara ahí. Por suerte, según me comentó, todos parecían haberse quedado en las casas más cercanas a la plaza. Más tarde el padre de Horval nos confirmaría que ahí era donde vivían las familias más adineradas, y entendimos por qué no abandonaron aquellas posiciones.

-Dijisteis que os llamabais Celadias, ¿no es cierto?-preguntó la madre de Horval, aun asustada-. ¿Podríais explicarnos qué ha pasado?

Podía entender perfectamente la confusión de aquella mujer. Argard siempre había sido un lugar tranquilo y calmado, tanto que las únicas armas que habían estaban en las casas y las portaban los hombres para defender a sus familias. Y que viniera alguien del imperio con un séquito de mercenarios para asediar y saquear aquel lugar era algo que escapaba a su entendimiento. Y al mío también, aunque intenté explicarme lo mejor posible.

Le comenté lo que sabía de los informes que nos dieron los exploradores, contándole la supuesta presencia de rebeldes en el pueblo y lo engañado que me sentía en aquel momento. Y aquella mujer parecía extrañarse de todo lo que había dicho, llegando a escandalizarse por las atroces acusaciones del emperador

-Siento que nos han traicionado a todos, incluso a su hijo. Nadie sabía que los soldados que íbamos a dirigir eran mercenarios ávidos de sangre-concluí con mi explicación.

-Aquí jamás daríamos cobijo a los rebeldes, nunca-dijo la madre de Horval-. El imperio siempre se ha portado bien con todos nosotros, y nosotros siempre hemos sido gente pacífica.

-Horval ha sido el primer muchacho de la aldea en partir hacia Arstacia para convertirse en soldado-explicó su padre-. Ni siquiera antes de la invasión de Antran había nacido un solo soldado aquí.

-Me siento culpable por lo que habéis tenido que pasar-dije suspirando y agachando la cabeza-. Yo os he traído toda esta destrucción a vuestros hogares.

-No os sintáis culpable, muchacho-dijo el anciano con una sonrisa en sus labios-. Para nosotros ha sido una bendición que vengáis vos y no cualquier otro caballero al que le importase más lo que ponga en un informe que lo que vea con sus propios ojos.

-Nos habéis salvado la vida, y eso no lo habría hecho cualquiera-dijo la esposa de aquel anciano, quien también mostraba una sonrisa sincera en sus labios.

-En todo caso deberíamos sentirnos culpables los mercenarios por aceptar tal encargo solo por un puñado de oro-comentó Willen, con rabia.

-No te culpes, tú me has ayudado a proteger a esta pareja-dije poniendo una mano sobre el hombro del mercenario intentando aliviarle el peso de la culpabilidad-. Además, no te quedaba otra opción. Lo hiciste por poder cuidar de tu madre.

-¡Y mira las de vidas que hemos arrasado!-gritó, levantándose enfurecido.

-Tu espada no está manchada de sangre inocente, chico-dijo el padre de Horval para tranquilizarle-. Ha estado bajo el servicio de alguien noble en las manos de una persona humilde y honrada. Son vuestros compañeros quienes deberían avergonzarse de sus actos.

Aquellas palabras parecieron surtir algo de efecto en el temperamento de Willen, quien se sentó nuevamente sobre la silla suspirando. Tanto él como yo estábamos aun algo afectados por lo que habíamos visto aquella tarde. Y yo seguía teniendo un montón de dudas en mi cabeza que, por más que lo intentaba, no lograba aclarar.

-Disculpen mi pregunta, pero hay algo que no consigo explicarme por más vueltas que le doy. Si nunca habéis dado cobijo a los rebeldes, ¿por qué el imperio ha querido invadir vuestras tierras?-pregunté esperando que ellos supieran darme alguna respuesta.

-Nosotros tampoco podemos entenderlo, joven, lo siento-dijo el anciano, disculpándose.

-Se ha hecho muy tarde, chicos. ¿Por qué no os preparo algo de cenar y nos vamos todos a descansar?-preguntó la madre de Horval, ofreciéndose a darnos alojamiento y comida aquella noche.

-Ya os hemos causado demasiados problemas-dije negándome a causar más molestias en aquel hogar.

-También nos habéis salvado la vida-dijo el padre de Horval, insistiendo en la oferta-. Dejadnos agradecéroslo con una buena comida y un lecho confortable.

Finalmente aceptamos. Tampoco teníamos qué hacer aquella noche y pensé que sería mejor que nos quedásemos con ellos en su casa para poder protegerles si algún mercenario, borracho por el éxito de su trabajo y las riquezas que había obtenido, decidía deambular por ahí y encontraba esa casa en su camino.

La anciana madre de Horval nos preparó un puchero con lo que tenía en la cocina que me recordó un poco al que me preparaba mi madre. Y pensé en que Horval quizá echase de menos aquel puchero tanto como echaba yo el de mi madre cuando me iba. Debía haber sido doloroso para él abandonar su hogar para alistarse al ejército y que, años después, le encargaran a él destruirlo y arrasar con todo. Me preguntaba qué estaría haciendo en aquel momento aquel grandullón y qué estaría pensando. También pensaba en cómo se sentiría aquella noche, creyendo que tendría miedo de saber lo que había ocurrido aquí.

Cuando terminamos de cenar, todos nos dispusimos a irnos a dormir y descansar. Y se me ocurrió una idea para hacer un último acto de buena fe por aquella familia y tratar de ponerlos a salvo.

-Disculpadme una última vez. ¿Hay algún caballo en la aldea?-pregunté.

-Al oeste del pueblo hay un establo con algunos caballos. ¿Por qué?-respondió y me devolvió la pregunta el anciano.

-No creo que estéis a salvo aquí, y pensé que vuestro hijo se alegraría de saber que estáis bien. Cuando supo que esta aldea estaba en la lista de objetivos se enfureció bastante y me pidió que hiciera lo correcto cuando llegase aquí. Y creo que esto será lo mejor que puedo hacer-contesté-. Si salimos antes que los mercenarios podríamos custodiaros hasta llegar a Arstacia.

-¿De verdad haríais eso por nosotros?-preguntó la anciana, ilusionada.

-Es lo mínimo que puedo hacer por un amigo que me ha salvado la vida-dije convencido de ayudarles.

-Capitán, ¿no sería demasiado sospechoso que no acompañéis a los mercenarios? Ni partiendo ahora mismo llegaríais a reuniros con los demás hombres antes del alba-dijo Willen, haciéndome ver que se me escapaba un detalle importante. Todavía no me acostumbraba a ser capitán.

-Tienes razón-le reconocí, suspirando-. ¿Qué podemos hacer? No quiero dejarles tirados aquí.

-No os preocupéis por nosotros-dijo el anciano-. Nos las apañaremos como hemos hecho siempre.

-A mí no me echarán en falta, capitán-dijo Willen-. Podría escoltarlos yo sin que nadie se preguntase dónde estoy.

-¿Podrías encargarte tú?-pregunté, y me respondió asintiendo con la cabeza-. Entonces creo que está todo solucionado. Confío en ti.

-No os fallaré, capitán.

-Deja de llamarme capitán, Willen. Llámame por mi nombre. Al fin y al cabo, solo soy un mandado del imperio. Somos iguales.

-Está bien, Celadias-dijo Willen con una sonrisa en sus labios.

La noche pasó con calma y, al amanecer, tal y como planeamos, acompañé a Willen y a los padres de Horval hasta los establos. Entre todos nos dimos prisa para ensillar a los caballos que cogerían y les vi partir raudos y veloces hacia Arstacia, alejándose del pueblo y dejándome atrás. Ya solo me quedaba volver con los demás mercenarios y que nos pusiéramos en marcha a pie nosotros. Pero, para cuando nosotros llegásemos, los padres de Horval estarían en un lugar seguro ya, esperando al momento de volver a encontrarse con su hijo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario