Reproductor

viernes, 2 de octubre de 2015

Capítulo 30: Promesas



Todavía podíamos escuchar el canto de los grillos durante los últimos minutos de la noche antes de que llegase el amanecer. Al otro lado de la muralla la absoluta oscuridad se veía invadida por las llamas de nuestras antorchas conforme nos aproximábamos a los establos. Sin ninguna vigilancia que nos lo impidiera, ensillamos tres caballos, uno para cada uno, y los montamos con rapidez antes de que alguien se alertara. Cualquiera pensará que estábamos robando aquellos caballos. Pero nada más lejos de la realidad. Simplemente no teníamos tiempo que perder, no podíamos entretenernos a esperar a que el mozo abriera los establos y le pagásemos la renta por el viaje. Por ello, en el suelo, dejamos un par de sacos pequeños con algunas monedas de oro como pago y una nota disculpándonos por el susto que seguramente se llevaría.

El veloz trote de los caballos levantaba el polvo bajo sus patas a su paso. El viento, que apenas soplaba fuerte, golpeaba con violencia mi rostro a causa de la velocidad, y me obligaba a entrecerrar los párpados para evitar que me entrase polvo en los ojos. Cuando el sol se dejó ver más allá del horizonte, nuestro cabalgar había puesto una distancia considerable entre nosotros tres y la capital, haciendo que el palacio tras la ciudadela se viera minúsculo desde nuestra posición. Mantuvimos aquel ritmo durante bastante tiempo, con un silencio absoluto, sin ánimos de mentar nada acerca de ningún tema. Y no tardamos mucho en vislumbrar nuestro destino. El camino que nos llevó dos días y medio en recorrer la primera vez ahora se mostraba corto al haberlo recorrido en apenas media mañana.

Cuando el sol se encontraba en lo más alto del cielo pudimos ver que, a lo lejos, el colorido prado verdoso se ennegrecía conforme las cenizas habían empezado a invadir el paisaje arrastradas por el viento. De las pocas cabañas que habían sobrevivido al fuego solo se había salvado una pequeña parte. Supuse que sería gracias a que aquel viajero llegó a tiempo y pudo rescatar algunas cosas. Ese pensamiento me daba fuerzas renovadas para creer que pudiera sobrevivir alguien.

Cuando los cascos de los caballos pisaron las primeras cenizas desmontamos y salí corriendo hacia el centro del poblado. Podía ver cómo las cabañas que antes se encontraban en la parte más adentrada habían sido reducidas por completo y que, conforme el terreno se extendía hacia el exterior, los daños habían sido más pequeños. El suelo estaba completamente ennegrecido hasta casi llegar al río y los bordes del pueblo. Las pocas cabañas que aun conservaban una parte de su integridad mostraban un aspecto desastroso. Sus techos habían caído por completo y, en su interior, podíamos encontrar los cadáveres de sus antiguos habitantes, quienes parecían haberse quedado atrapados y a quienes, pensé, que aquel viajero trató de rescatar sin éxito alguno. Pero la calcinación los había vuelto irreconocibles. Aquella imagen tan grotesca me perseguiría para siempre. Ver cómo la piel de aquellas personas se había ennegrecido y se había llegado a desprender de sus huesos, mostrando en muchos casos sus esqueletos, causó un gran impacto en mí. Sus rostros, desfigurados, hacía que todos parecieran iguales, y ni rastro de pelo quedaba en sus cabezas. Artrio intentó por todos los medios evitar que viera aquella horrenda imagen, pero no podía apartar la mirada. Tampoco podía rendirme ni resistir la tentación de buscar por toda la aldea algún rastro de Dert y de Ris.

Rebusqué en cada rincón intentando encontrar a alguien que pudiera parecerse a los dos hermanos, pero todos los cuerpos me parecían exactamente iguales, no había apenas ninguna diferencia entre un cadáver y otro. Lo único que los distinguían era el tamaño de sus huesos y, en pocos casos, la cantidad de piel chamuscada que los acompañaban, ya fuese manteniendo la integridad de sus cuerpos o desprendida sobre el suelo a su lado. Ni siquiera sus vestimentas podían servirme para reconocerlos, pues se hallaban todas calcinadas.

Cuando me di por vencido y abandoné toda esperanza de encontrarlos, Trent me llamó alarmado. Corrí esperanzado hasta llegar a su lado y solo le hizo falta señalarme lo que había encontrado para darme cuenta de que todo estaba perdido.

-Esa sandalia parece la que llevaba Ris-apuntó Artrio, agachándose para verla más de cerca.

-Y ese trozo de tela pertenece a su camisón-dije agachándome para coger un trozo de tela chamuscado. Podía reconocerlo por el tacto, recordando la noche que pasé junto a ella, durmiendo a su lado en el mismo lecho, abrazándola para protegerla de aquella oscuridad que tanto temía.

-No hay ningún cuerpo aquí cerca-dijo Trent, echando un vistazo amplio a su alrededor-. Quizá haya conseguido escapar.

-Es imposible-dije derrotado-. Seguramente haya intentado huir y acabase cayendo al suelo junto a los demás en alguna parte del poblado.

-Tampoco podemos reconocer ningún cuerpo para estar seguros de ello-comentó Trent, intentando darme fuerzas. Pero de nada servía.

Me levanté en silencio con los restos del camisón de Ris en mi mano y me alejé de ellos, andando con lentitud hacia el río y sentándome sobre la roca junto a la que Artrio y yo discutimos aquella noche acerca de las dudas que tenía de aquellos hermanos, y donde, más tarde, Ris se sentaría para hablar conmigo. Todavía no podía concebir la idea de que aquella inocente chica había muerto quemada por soldados del imperio al que juré proteger poco después de haberle prometido que volvería a visitarla y volveríamos a reencontrarnos algún día. Había fallado a mi promesa, no había vuelto a visitarla nunca, jamás tuve la oportunidad de hacerlo y, ahora, ella estaba muerta sin que yo hubiese estado ahí para protegerla.

Cerré el puño con fuerza, apretando dentro de mi mano el trozo de tela que había cogido, sintiendo rabia e ira y tristeza y añoranza al mismo tiempo. Ya no volvería a ver la inocente sonrisa de aquella joven en sus labios, ni la mirada de sus ojos de distinto color. Sentía que, de repente, todo se derrumbaba encima de mí, aplastándome. Las lágrimas no tardaron mucho en empezar a asomarse, humedeciendo mis ojos y nublándome la mirada fija en el mismo río que contemplamos Ris y yo la noche en la que de verdad empezamos a conocernos, el mismo río que recorrimos al día siguiente mientras ella me contaba sus temores, sus preocupaciones y sus secretos. El día en que desnudó su alma delante de mí y pude entender el miedo que ella sentía. Y ahora, mientras contemplaba los restos de un antiguo poblado, antaño respetado y ahora mancillado y reducido por las llamas, entendía mejor que nunca aquel miedo.

Intentaba descubrir con mis propias elucubraciones por qué un imperio tan poderoso había decidido destruir, en su propio territorio, un lugar tan respetado donde sus únicos habitantes eran, en su mayoría, personas ancianas que habían dedicado su vida por completo al estudio de la alquimia y a la experimentación. Y, caí en la cuenta de que a mí también me habían mandado a arrasar un lugar que, aparentemente, tampoco suponía ningún peligro para el imperio. Y me vino a la cabeza una pregunta. ¿Y si habían visto a Artrio en las proximidades? Al fin y al cabo, todavía había quienes le relacionaban con los rebeldes.

En el momento en el que me percaté de la posibilidad de que Artrio estuviera involucrado en aquello, él se acercó a mí para decirme que debíamos marcharnos de aquel poblado si queríamos llegar al anochecer a la ciudad. En cuanto posó una mano sobre mi hombro para advertirme, me separé con violencia de él y me puse en pie para dirigirme hacia los caballos.

-¿Qué haces, Celadias?-preguntó alertado por mi reacción-. ¿Qué demonios te pasa?

-Déjame en paz-le respondí con sequedad sin siquiera volver la vista hacia atrás-. Todo esto ha sido por tu culpa, ¿lo sabías?-le acusé.

-¿A qué te refieres?-preguntó incrédulo.

-No hagas como que no sabes nada-respondí deteniéndome junto al corcel que había cabalgado aquel día, mirándole con desprecio-. Por tu culpa han arrasado este lugar y no queda nadie vivo en él.

-¿Ya volvemos con las acusaciones de traición?-preguntó comenzando a mosquearse.

-Basta de peleas-dijo Trent interponiéndose entre nosotros dos para evitar un conflicto que se veía venir-. Aquí nadie tiene la culpa de nada, Celadias-intentó hacerme entrar en razón.

-¡Si no hubiese venido con nosotros no le habrían visto entrar en el poblado y no hubiesen identificado esta posición como objetivo!-grité lleno de rabia.

-¡Quizá pertenezca a la resistencia, pero en ningún momento he buscado que esto acabase así!-exclamó alzando la voz y delatándose.

-Artrio, desmiente eso que has dicho, por favor-le pidió Trent, incapaz de creer lo que había escuchado.

-Soy miembro de la resistencia por la liberación de Arstacia-explicó Artrio, algo más calmado-. No pienso esconderme nunca más ni negar lo que soy. Yo al menos no finjo ser alguien importante mientras conduzco a mercenarios hacia la destrucción de aldeas solo porque me lo pide un emperador opresor, ladrón de nuestras tierras.

-Entonces tenían razón con que eras un traidor-comenté intentando controlar las ganas de abalanzarme contra él y derribarle al suelo.

-Tengo mis motivos para unirme a ellos. Quizá peleemos en bandos opuestos, pero quiero confiar en que algún día sabrás hacer lo correcto y unirte a nuestra causa.

-¡Cállate!-grité, cogiendo las riendas del corcel mientras montaba sobre él.

Conforme me alejaba, sin mirar atrás, podía oír a Artrio gritar algo, pero no entendí lo que dijo. Aunque supuse que estaría intentando convencerme que no volviera a Arstacia con el imperio y que me uniera a su “causa”. Estaba más sumido en mis pensamientos que pendiente de escuchar lo que decía de todas formas. Tenía demasiadas cosas que asumir en ese momento: la muerte de los hermanos, el haber sido una simple marioneta del imperio, que Artrio fuese un traidor rebelde… Eran demasiadas cosas que habían sucedido en tan poco tiempo. Necesitaba afrontarlo cuanto antes, y más ahora que me acababa de marcar un objetivo: encontrar la verdad detrás de todos aquellos acontecimientos y descubrir qué era lo que se ocultaba detrás de tantos secretos y misterios. Además, en mi interior sentía una imperiosa necesidad de encontrar respuestas a todos los enigmas que recorrían mi cabeza y vengar la muerte de Dert y Ris. Por ello, conforme cabalgaba dirección a Arstacia, cogí el trozo de tela chamuscado que recogí del suelo y me lo até al brazo, haciendo un lazo, para recordar la promesa que le hice a Ris y para recordarme a mí mismo qué era lo que debía hacer a partir de ese momento.

Tenía claro que había acababa de terminar una etapa para mí, que aquello sería un punto de inflexión que marcaría mi destino desde ese preciso instante, y que nada volvería a ser jamás como había sido hasta entonces. Tenía miedo pero estaba ansioso al mismo tiempo por conocer los designios de mi destino, por saber qué era lo que me deparaba aquel camino que había elegido, por saber qué habría más allá de mis nuevos sueños. Pues mis sueños de grandeza se disiparon en un momento, ahora quería conseguir algo totalmente distinto: la verdad.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Capítulo 29: La peor noticia posible



No entendía nada de lo que estaba pasando. Me llevaron deprisa hacia el exterior del palacio sin querer darme una sola explicación. Si preguntaba, la única respuesta que obtenía era el silencio por parte de ambos. Lo más que conseguí sonsacarles era que teníamos que ir a la biblioteca con urgencia, pero era lo mismo que me dijeron antes de salir del cuartel. Lo único que sabía era que necesitaban hablar conmigo en un lugar a solas y que parecía ser algo bastante importante para requerir tanta urgencia y privacidad.

Las calles de la ciudadela estaban vacías aquella noche, y las pocas personas que estaban paseando no parecían reparar en nuestra carrera a paso rápido hacia la biblioteca. El anciano parecía estar bastante sereno, aunque serio, contrastando con el nerviosismo de Trent quien, no sé si por lo que tenía que contarme o por la luz de la luna, parecía estar más pálido que de costumbre. Me di cuenta de que no era una imaginación mía su palidez cuando, hasta a la luz de las antorchas en el interior del edificio, su piel seguía viéndose igual de blanquecina.

La oscuridad y el silencio, junto a la sensación de soledad, hacían que las luces y el crepitar de las llamas en las antorchas se volvieran bastante siniestros. Nuestros pasos resonaron por toda la biblioteca conforme avanzábamos por el largo pasillo de la planta principal, rodeado de multitud de estanterías con libros tapizados en cuero y manuscritos enrollados con cintas llenando por completo sus estantes. Alcanzamos la escalinata que conducía hasta el segundo piso; ahí tampoco había nadie. Y me preocupaba que tuvieran tanto cuidado y tomasen tantas precauciones para una simple conversación. Aunque pronto sabría que aquella conversación de simple no tenía nada.

-Esto que hablemos aquí no debe saberlo nadie más aparte de vosotros dos-dijo el maestre con solemnidad-. La única persona con la que podéis hablar de este tema es con vuestro amigo Artrio, pues sospecho que puede estar implicado de alguna forma con lo que ha sucedido.

-¿Pero qué es lo que ocurre?-pregunté nuevamente, cansado de repetirlo-. ¿Y qué pinta Artrio en todo esto?-añadí, sin entender qué estaba pasando.

-¿Dónde estuviste ayer?-preguntó Trent, y le respondí con sinceridad sin saber por qué me lo preguntaba-. Tus compañeros también fueron a otras aldeas con la misma misión, ¿verdad?

-Sí, pero preferiría no tener que recordar eso-dije algo incómodo por la situación.

-Esa misión te va a marcar más de lo que piensas-dijo el anciano cruzándose de brazos-. No os han traicionado solo a vosotros, han traicionado también a muchos inocentes.

-Eso es algo obvio, he visto con mis propios ojos cómo un puñado de mercenarios han masacrado una aldea entera-respondí molesto, comenzando a enfadarme.

-No me refería solamente a Argard y a los demás poblados que os mandaron asediar-volvió a comentar con ese halo de misterio que envolvía aquella conversación.

-¿Te refieres al comandante del que nadie sabe nada?-pregunté con curiosidad.

-Se refiere al objetivo de aquel comandante-respondió, esta vez, Trent, agachando la cabeza.

-¿A dónde crees que se dirigió ese capitán tan “misterioso”?-preguntó retóricamente el maestre-. Habéis visitado ambos ese lugar recientemente, así que no debería costarte ningún trabajo suponerlo.

-El único sitio al que hemos ido es a Alquimia-dije empezando a temerme lo peor-. Pero es imposible que lo hayan marcado como objetivo, ahí solo viven alquimistas que centran su vida a estudiar, jamás podrían relacionarlo con los rebeldes por más que quisieran. ¿Acaso no se supone que lo respetan igual que si se tratase de un sitio sagrado?-pregunté.

-Pues parece que el respeto del que disfrutaron tantos años no ha servido de nada, se ha roto y ha desaparecido sin más-dijo el maestre. Miré interrogante a Trent, pero ni siquiera hizo falta que me mirase y me respondiera para darme cuenta de que tenía razón.

-¿Cuándo ha sido?-pregunté al borde de la ira.

-No podemos asegurar que haya sido el imperio, todavía no tenemos pruebas, pero las fechas concuerdan-dijo Trent con la voz temblorosa.

-Esta misma mañana ha llegado un viajero a caballo a comunicar la noticia de que Alquimia estaba reducida a cenizas-prosiguió el maestre con la explicación con su peculiar tono sereno al hablar-. Estaba viajando hacia aquí en caballo y tenía previsto hacer una parada ahí la última noche antes de llegar a Arstacia cuando se encontró con casi todas las cabañas reducidas a cenizas. Intentó apagar las llamas con el agua del río y salvar a los que estaban atrapados, pero llegó demasiado tarde.

-¿No ha quedado nadie vivo?-pregunté temiendo que Ris y Dert hubiesen sufrido el mismo destino que los demás alquimistas. Y la respuesta fue negativa-. Es imposible, tiene que quedar alguien con vida. Alguien se habrá salvado-dije negándome a creer que hubiesen muerto.

-No hay supervivientes, el viajero lo ha comprobado por sí mismo. Alquimia ha pasado a la historia -dijo el maestre, dándome el pésame indirectamente.

-¡Ris y Dert tienen que seguir vivos, es imposible que hayan muerto!-grité enfurecido, y mi voz resonó por toda la estancia, creando un silencio incómodo durante unos segundos.

-Asúmelo, Celadias, no queda nadie con vida ahí-dijo Trent, intentando hacerme entrar en razón.

-Tengo que ir a verlo con mis propios ojos-dije convencido, bajando el tono de voz. Sabía que tenía que calmarme y asumir lo que había sucedido, pero necesitaba verlo por mí mismo si quería aceptarlo-. No puedo quedarme solo con la palabra de un viajero errante que dice haber visto las cabañas arder. Iré de inmediato a Alquimia.

-¿Estás loco, Celadias?-preguntó Trent alarmado-. Tienes que descansar y reponer fuerzas. Mañana hablaremos con Artrio e iremos los tres juntos-trató de convencerme.

-No tengo tiempo que perder. ¿Y si siguen con vida pero están atrapados?-insistí.

-Te sigues aferrando a una remota posibilidad, una esperanza mínima, de algo que muy difícilmente sea real-dijo el anciano, negando con la cabeza-. Pero quizá sea mejor que veas con tus propios ojos el estado en el que se encuentra el poblado. Puede que de esa forma te sea más fácil afrontar la verdad y superar la pérdida de esos dos muchachos.

-Entonces no se hable más, partiré de inmediato-dije al escucharle darme la razón.

-No te lo impediremos, pero marcharás mañana-dijo el maestre con calma-. Aunque tengas que ver por tus propios ojos el estado en el que se ha quedado Alquimia, tu amigo tiene razón en que necesitas descansar con urgencia.

A decir verdad, yo tampoco me veía en condiciones de salir de la ciudad en aquel momento; no me veía con fuerzas para emprender de nuevo otro viaje, así que no repliqué más y acepté la condición. Aunque a caballo el camino se fuese más rápido, no podía permitirme el lujo de cabalgar aquella noche y correr el riesgo de quedarme dormido sujetando las riendas del corcel. Con la promesa de que Trent convencería a Artrio para que ambos me acompañaran, bajé por las escaleras de la biblioteca sin decir ni una sola palabra y abandoné el edificio para dirigirme a mi hogar.

La alegría que me causó ver la felicidad de Horval al reencontrarse con su familia y comprobar que estaban bien había durado poco. Saber que habían arrasado un lugar tan respetable como era el poblado de los alquimistas, donde habíamos confiado en que Ris y Dert estuvieran a salvo, fue un golpe muy duro de afrontar. Y por una parte sabía que tanto el maestre bibliotecario como Trent tenían razón al decirme que debía aceptar el hecho de que lo más seguro era que habían muerto, pero otra parte de mí quería creer que todavía quedaba una remota esperanza, por muy ínfima que fuese.

Aquella noche fue eterna. Incapaz de conciliar el sueño estuve media noche dando vueltas sobre el lecho, tratando de encontrar alguna postura en la que me acomodase y pudiera reposar. Pero, a pesar del agotamiento por el regreso a Arstacia, el sueño no podía atravesar la barrera de problemas e incertidumbres que bloqueaba mis pensamientos. Me sentía un ser despreciable por haber llevado a la ruina a un poblado entero, siendo una marioneta presa de los hilos del emperador, mi titiritero. Había hecho aquello en contra de mi voluntad, yo jamás hubiese sido capaz de aceptar un trabajo así si hubiese sabido de antemano lo que estaba pasando, pero eso no era una excusa que me eximiera de mi responsabilidad.

Al día siguiente, tras toda la noche dándole vueltas al asunto de Argard, era incapaz de reconocer mi propio rostro en el reflejo del cristal pulido que hacía su función de espejo. Mis ojos, mis labios, mi nariz, mis orejas… mi rostro en general parecía ser el de otra persona, no por las ojeras surgidas por no haber dormido en toda la noche sino porque me veía como a una persona distinta, como si no fuese yo mismo. Creyéndome loco, me mojé la cara con el agua de un barreño y volví a comprobar mi reflejo, pudiendo reconocerme al fin.

Tras vestirme desanimado pero impaciente por llegar a Alquimia abandoné mi hogar. Justo en la puerta, nada más salir a la calle, me encontré a Trent y a Artrio esperándome. Trent seguía con la misma expresión decaída que la noche anterior, y Artrio parecía haber sido informado ya de lo que hablamos. De hecho, incluso parecía más afectado que nosotros dos a pesar de la pelea que tuvo con Dert.

-Será mejor que nos pongamos en marcha cuanto antes-dijo Artrio con sequedad, caminando con rapidez hacia los establos y dejándonos atrás-. Cuanto antes lleguemos, antes podremos poner fin a toda esta pesadilla.

Suponía que aquella pesadilla de la que hablaba era la tortura a la que nos estábamos sometiendo por la incertidumbre de saber si los hermanos seguían vivos o no. Quizá él también tuviese esa esperanza, y quizá aquello me diera fuerzas para armarme de valor y poder lanzarme a la aventura y regresar a Alquimia.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Capítulo 28: Reunión familiar



Antes de llegar a Arstacia, todos los mercenarios se dispersaron para entrar por distintas puertas. Decían que así había sido acordado por el emperador para no levantar ninguna sospecha, aunque yo sí que empezaba a sospechar algo, sobre todo cuando no quisieron contarme nada más al respecto. Así que entré yo solo a la ciudad y me dirigí a la plaza para reunirme con Willen.

El joven mercenario ya estaba ahí cuando yo llegué, acompañado por los padres de Horval quienes parecían estar bastante nerviosos y con razón. Por lo que sabía, nunca habían salido de Argard, así que supuse que estar en una ciudad tan grande como Arstacia con unas calles tan amplias y una gran aglomeración de personas yendo y viniendo de un sitio para otro, guardias armados con espadas y armaduras patrullando las calles, una plaza descomunal en comparación con la de su pueblo, puestos de fruta y carne en mitad de las calles, comercios de todo tipo… y el enorme e imponente palacio al fondo de la ciudadela. Si yo me encontrase en su misma situación, también estaría sorprendido por todo lo que estaban viendo. También entendía que estuvieran nerviosos y ansiosos de ver a su hijo, a quienes no sabía ni cuánto tiempo llevaban sin ver.

-¿Habéis tenido algún problema para llegar?-pregunté a Willen.

-El camino ha estado tranquilo y despejado en todo momento, y los caballos han sabido aguantar bien el galope-me informó.

-Aquí es donde nos separaremos entonces-dije despidiéndome de él-. Ha sido un placer haberte conocido y espero que volvamos a vernos pronto-confesé sonriendo sincero-. Muchas gracias por habernos ayudado.

-Gracias por salvarnos la vida, joven guerrero-dijo agradecido el anciano.

-No ha sido nada. Nos volveremos a ver pronto.

Tras despedirnos, Willen se marchó por uno de los callejones al sur de la plaza, y no tardó mucho en desaparecer de nuestra vista. Indiqué a los padres de Horval que me acompañaran y nos pusimos en marcha, rumbo al palacio. Ellos no parecían entender a dónde nos estábamos dirigiendo, ni por qué quería llevarles a un lugar tan importante y destacado. Creo que incluso al principio temieron que estuviera tendiéndoles una trampa. Pero creo que se tranquilizaron al ver que los guardias de la puerta nos pusieron trabas para pasar.

El guardia que nos detuvo el paso insistía en que tenían que tener un permiso especial para poder acceder al interior del palacio, a pesar de que insistí una y mil veces en que venían acompañándome y que solo accederían al cuartel. Estuvimos un buen rato hasta que conseguimos hacer que entrase en razón sin necesidad de, según dije, “molestar al emperador por un asunto tan trivial”. Cuando conseguimos entrar al interior del palacio, los tres suspiramos de alivio después de temer que nos metiéramos en problemas. Por suerte, pudimos campar a nuestras anchas por el palacio para dirigirnos al cuartel, donde les pedí que esperasen hasta mi regreso y trataran de no hacer ruido sentados en la sala de reuniones.

Entre una cosa y otra ya estaba empezando a anochecer, y sabía que no tenía mucho tiempo si quería conseguir que Horval y su familia se reencontrasen esta noche, así que eché a correr hacia la plaza donde supuse que se reunirían todos mis compañeros nada más llegasen de su misión. Por suerte, llegué antes de que volvieran los demás, y estuve un rato esperándoles. Los primeros en llegar fueron Aldven y Garlet, quienes parecían estar decepcionados y decaídos. Sig tardó poco en venir después, seguido por Barferin y, finalmente, Horval. Este último parecía el más decaído de todos. Al comentar cómo había ido el encargo, todos parecíamos haber vivido la misma experiencia.

-Esto no ha podido pasar de verdad-dijo Barferin desanimado-. Todavía no puedo creer que el emperador nos haya hecho esta jugarreta tan grande.

-¿Alguien ha visto aunque sea a un rebelde?-preguntó Garlet cabreado.

-Los únicos hombres armados que he visto no parecían ni saber cómo se manejaba la espada-respondió Sig, negando con la cabeza-. Es imposible que alguno de ellos fuese un rebelde.

-¿Y para qué nos han mandado entonces?-volvió a preguntar Garlet.

-Eso es lo que me gustaría a mí saber-contesté, soltando un suspiro-. En Argard no había más que familias indefensas-y, al mencionar Argard, pude notar que Horval me miraba directamente a mí.

-¿Qué ha pasado en Argard?-preguntó nervioso e impaciente.

-No he podido evitar que sufran el mismo destino que en las demás aldeas-dije suspirando nuevamente-. Pero he conseguido algo de lo que me pediste.

-¿Lo han arrasado todo?-preguntó, empezando a cabrearse.

-Será mejor que me acompañes al cuartel, Horval-dije empezando a ponerme nervioso-. Antes de que sigamos hablando de Argard prefiero que veas una cosa con tus propios ojos.

-¡Me da igual lo que me muestres, has hecho que unos mercenarios arrasen mi pueblo!-gritó intentando abalanzarse contra mí. Por suerte, Garlet y Barferin le agarraron de los brazos para inmovilizarle.

-Eh, grandullón, relájate-dijo Garlet forcejeando contra él-. Primero veamos lo que te tiene que enseñar Celadias, ¿vale?

Horval se contuvo, relajando sus músculos, y accedió a ir al cuartel conmigo. Respiré aliviado, temía que me fuese a golpear hasta dejarme inconsciente o hasta matarme, pero, por suerte, consiguieron evitar ese desgraciado destino. Aunque sabía que aun no se había calmado del todo. Al menos tenía la seguridad de que no me haría nada hasta que llegásemos al cuartel, y sabía que después de ver a sus padres no habría problema alguno entre nosotros dos.

A pesar de la confianza que tenía de que aquello saliera bien, la atenta y fría mirada de Horval clavándose sobre mí me ponía nervioso. Si no fuese por que nos acompañaban todos los demás y porque el palacio estaba lleno de guardias seguramente habría echado a correr hacia el cuartel para no estar ni un momento más a solas con el. Aunque incluso estando acompañados a veces me sentía tentado de salir corriendo a lo largo del pasillo.

Al llegar al patio interior del palacio les indiqué a los demás que se quedaran fuera, que era mejor que Horval entrara a solas. Garlet me preguntó si estaba seguro de ello, que no me confiase demasiado, a lo que respondí que no se preocupara y que todo saldría bien. Barferin dijo que se quedarían en la puerta del cuartel por si acaso ocurría algo y yo acepté su condición, sabiendo que no sería necesaria su intervención.

Siguiendo mis indicaciones, Horval entró y se dirigió hacia la sala de reuniones. Fue al entrar y ver a su familia cuando su cabreo se disipó por completo. Pasó de ser una bestia titánica amenazante a parecer un cachorro de grandes dimensiones.

-Estáis vivos…-dijo Horval, incrédulo por lo que estaba viendo.

-Gracias a tu amigo hemos podido salvarnos-dijo su padre sonriendo. Y el grandullón se dio la vuelta para mirarme.

-Gracias, Celadias-dijo-. Gracias por haber salvado a mi familia.

-Tú salvaste mi vida, yo no podía hacer menos por ti-respondí con sinceridad-. Además, me pediste que hiciera lo correcto, ¿no? No habré podido evitar que destruyeran Argard, pero al menos he podido hacer que os juntéis de nuevo.

-¿Cómo los encontraste?-preguntó sorprendido.

-Fue mera casualidad del destino-respondí encogiéndome de hombros-. Tu padre me bloqueó el paso con su garrote y me amenazó con que me fuese de la ciudad si no quería machacarme la cabeza.

-No fue así del todo-dijo el anciano riéndose.

-Pero es lo que hubiese hecho, ¿no es cierto?-pregunté, y el anciano me dio la razón riéndose-. La cuestión es que él reconoció mi armadura y su rostro a mí me resultaba familiar.

-Padre e hijo siempre han sido idénticos-dijo la madre orgullosa.

-De verdad, Celadias, ten mi gratitud por haberme traído a mis padres-insistió Horval tras escuchar el relato de lo que pasó-. No sé cómo podría pagártelo.

-Somos compañeros, y este es mi trabajo-contesté negándome a aceptar un pago por aquello-. Además, lo hice porque quise, así que no me debes nada. Será mejor que os deje a solas.

Después de despedirme de los padres de Horval, el grandullón me dio un fuerte abrazo con el que casi me dejó sin respiración, y abandoné la sala para dejarles hablar y decirse todo lo que tuvieran que decir. Fuera del cuartel, Barferin y mis compañeros seguían en la puerta esperando. Y, un poco más lejos, estaban Trent y el viejo maestre de Arstacia.

-¿Qué ha pasado dentro?-preguntó Garlet sin reparar en la presencia de mi amigo.

-He conseguido traer a Arstacia a la familia de Horval. Son los únicos supervivientes de Argard-contesté pasando de largo para dirigirme hacia Trent, a quien parecía haber algo que le preocupara-. ¿Qué haces aquí?

-El maestre me ha comunicado algo terrible, Celadias-dijo con la voz quebrada y algo temblorosa, al igual que su delicado cuerpo.

-Venga, tranquilízate, seguro que no es para tanto. ¿Qué es lo que ha pasado?-pregunté empezando a preocuparme.

-Será mejor que hablemos en privado-me respondió susurrando. Miré interrogante al maestre, esperando que me aclarara algo, pero solo se limitó a asentir con la cabeza para darle la razón a Trent-. Por favor, acompáñanos a la biblioteca. Ahí podremos hablar con más tranquilidad.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Capítulo 27 - Hacer lo correcto



-¡Detened esta masacre!-grité en mitad de la calle con todas mis fuerzas, enfurecido con los mercenarios-. ¡Nuestra misión era eliminar a los rebeldes, no a los habitantes de Argard!

-Sería esa tu misión, “capitán”, pero a nosotros nos han pagado por aniquilar y es lo  que hemos hecho-dijo uno de los hombres mientras salía de una de las casas con baúl repleto de joyas.

-¿También estaba en tu trabajo saquear?-pregunté enfadado.

-A ellos no les sirve de nada que dejemos estas cosas en sus hogares ahora que están muertos-dijo otro mercenario, el cual tuvo hasta el descaro de colgarse al cuello algunos collares de oro-. ¿Qué importará que nosotros nos quedemos con sus pertenencias? Es un desperdicio dejarlas aquí abandonadas.

Cabreado, me di por vencido; era imposible razonar con ellos. No tenían ni un ápice de honor ni parecía importarles tenerlo. Eran simples bárbaros armados con espadas con la excusa perfecta para matar y arramblar con todo lo que pudieran. Durante el resto de la tarde anduve entre las pequeñas calles de aquel minúsculo pueblo, viendo el rastro de destrucción que habían dejado aquellos animales, pues no podían considerarse hombres las bestias que había traído conmigo, mientras me sentía culpable por lo que había sucedido, por la pérdida de tantas vidas inocentes.

Al caer la noche, los mercenarios se alojaron en las casas que habían saqueado después de apilar los cadáveres en la entrada del pueblo. Mientras tanto, yo fui a comprobar que los padres de Horval estuvieran bien. Willen se había quedado toda la tarde postrado en la puerta de la casa, con la espada en su mano, para asegurarse de que nadie se acercara ahí. Por suerte, según me comentó, todos parecían haberse quedado en las casas más cercanas a la plaza. Más tarde el padre de Horval nos confirmaría que ahí era donde vivían las familias más adineradas, y entendimos por qué no abandonaron aquellas posiciones.

-Dijisteis que os llamabais Celadias, ¿no es cierto?-preguntó la madre de Horval, aun asustada-. ¿Podríais explicarnos qué ha pasado?

Podía entender perfectamente la confusión de aquella mujer. Argard siempre había sido un lugar tranquilo y calmado, tanto que las únicas armas que habían estaban en las casas y las portaban los hombres para defender a sus familias. Y que viniera alguien del imperio con un séquito de mercenarios para asediar y saquear aquel lugar era algo que escapaba a su entendimiento. Y al mío también, aunque intenté explicarme lo mejor posible.

Le comenté lo que sabía de los informes que nos dieron los exploradores, contándole la supuesta presencia de rebeldes en el pueblo y lo engañado que me sentía en aquel momento. Y aquella mujer parecía extrañarse de todo lo que había dicho, llegando a escandalizarse por las atroces acusaciones del emperador

-Siento que nos han traicionado a todos, incluso a su hijo. Nadie sabía que los soldados que íbamos a dirigir eran mercenarios ávidos de sangre-concluí con mi explicación.

-Aquí jamás daríamos cobijo a los rebeldes, nunca-dijo la madre de Horval-. El imperio siempre se ha portado bien con todos nosotros, y nosotros siempre hemos sido gente pacífica.

-Horval ha sido el primer muchacho de la aldea en partir hacia Arstacia para convertirse en soldado-explicó su padre-. Ni siquiera antes de la invasión de Antran había nacido un solo soldado aquí.

-Me siento culpable por lo que habéis tenido que pasar-dije suspirando y agachando la cabeza-. Yo os he traído toda esta destrucción a vuestros hogares.

-No os sintáis culpable, muchacho-dijo el anciano con una sonrisa en sus labios-. Para nosotros ha sido una bendición que vengáis vos y no cualquier otro caballero al que le importase más lo que ponga en un informe que lo que vea con sus propios ojos.

-Nos habéis salvado la vida, y eso no lo habría hecho cualquiera-dijo la esposa de aquel anciano, quien también mostraba una sonrisa sincera en sus labios.

-En todo caso deberíamos sentirnos culpables los mercenarios por aceptar tal encargo solo por un puñado de oro-comentó Willen, con rabia.

-No te culpes, tú me has ayudado a proteger a esta pareja-dije poniendo una mano sobre el hombro del mercenario intentando aliviarle el peso de la culpabilidad-. Además, no te quedaba otra opción. Lo hiciste por poder cuidar de tu madre.

-¡Y mira las de vidas que hemos arrasado!-gritó, levantándose enfurecido.

-Tu espada no está manchada de sangre inocente, chico-dijo el padre de Horval para tranquilizarle-. Ha estado bajo el servicio de alguien noble en las manos de una persona humilde y honrada. Son vuestros compañeros quienes deberían avergonzarse de sus actos.

Aquellas palabras parecieron surtir algo de efecto en el temperamento de Willen, quien se sentó nuevamente sobre la silla suspirando. Tanto él como yo estábamos aun algo afectados por lo que habíamos visto aquella tarde. Y yo seguía teniendo un montón de dudas en mi cabeza que, por más que lo intentaba, no lograba aclarar.

-Disculpen mi pregunta, pero hay algo que no consigo explicarme por más vueltas que le doy. Si nunca habéis dado cobijo a los rebeldes, ¿por qué el imperio ha querido invadir vuestras tierras?-pregunté esperando que ellos supieran darme alguna respuesta.

-Nosotros tampoco podemos entenderlo, joven, lo siento-dijo el anciano, disculpándose.

-Se ha hecho muy tarde, chicos. ¿Por qué no os preparo algo de cenar y nos vamos todos a descansar?-preguntó la madre de Horval, ofreciéndose a darnos alojamiento y comida aquella noche.

-Ya os hemos causado demasiados problemas-dije negándome a causar más molestias en aquel hogar.

-También nos habéis salvado la vida-dijo el padre de Horval, insistiendo en la oferta-. Dejadnos agradecéroslo con una buena comida y un lecho confortable.

Finalmente aceptamos. Tampoco teníamos qué hacer aquella noche y pensé que sería mejor que nos quedásemos con ellos en su casa para poder protegerles si algún mercenario, borracho por el éxito de su trabajo y las riquezas que había obtenido, decidía deambular por ahí y encontraba esa casa en su camino.

La anciana madre de Horval nos preparó un puchero con lo que tenía en la cocina que me recordó un poco al que me preparaba mi madre. Y pensé en que Horval quizá echase de menos aquel puchero tanto como echaba yo el de mi madre cuando me iba. Debía haber sido doloroso para él abandonar su hogar para alistarse al ejército y que, años después, le encargaran a él destruirlo y arrasar con todo. Me preguntaba qué estaría haciendo en aquel momento aquel grandullón y qué estaría pensando. También pensaba en cómo se sentiría aquella noche, creyendo que tendría miedo de saber lo que había ocurrido aquí.

Cuando terminamos de cenar, todos nos dispusimos a irnos a dormir y descansar. Y se me ocurrió una idea para hacer un último acto de buena fe por aquella familia y tratar de ponerlos a salvo.

-Disculpadme una última vez. ¿Hay algún caballo en la aldea?-pregunté.

-Al oeste del pueblo hay un establo con algunos caballos. ¿Por qué?-respondió y me devolvió la pregunta el anciano.

-No creo que estéis a salvo aquí, y pensé que vuestro hijo se alegraría de saber que estáis bien. Cuando supo que esta aldea estaba en la lista de objetivos se enfureció bastante y me pidió que hiciera lo correcto cuando llegase aquí. Y creo que esto será lo mejor que puedo hacer-contesté-. Si salimos antes que los mercenarios podríamos custodiaros hasta llegar a Arstacia.

-¿De verdad haríais eso por nosotros?-preguntó la anciana, ilusionada.

-Es lo mínimo que puedo hacer por un amigo que me ha salvado la vida-dije convencido de ayudarles.

-Capitán, ¿no sería demasiado sospechoso que no acompañéis a los mercenarios? Ni partiendo ahora mismo llegaríais a reuniros con los demás hombres antes del alba-dijo Willen, haciéndome ver que se me escapaba un detalle importante. Todavía no me acostumbraba a ser capitán.

-Tienes razón-le reconocí, suspirando-. ¿Qué podemos hacer? No quiero dejarles tirados aquí.

-No os preocupéis por nosotros-dijo el anciano-. Nos las apañaremos como hemos hecho siempre.

-A mí no me echarán en falta, capitán-dijo Willen-. Podría escoltarlos yo sin que nadie se preguntase dónde estoy.

-¿Podrías encargarte tú?-pregunté, y me respondió asintiendo con la cabeza-. Entonces creo que está todo solucionado. Confío en ti.

-No os fallaré, capitán.

-Deja de llamarme capitán, Willen. Llámame por mi nombre. Al fin y al cabo, solo soy un mandado del imperio. Somos iguales.

-Está bien, Celadias-dijo Willen con una sonrisa en sus labios.

La noche pasó con calma y, al amanecer, tal y como planeamos, acompañé a Willen y a los padres de Horval hasta los establos. Entre todos nos dimos prisa para ensillar a los caballos que cogerían y les vi partir raudos y veloces hacia Arstacia, alejándose del pueblo y dejándome atrás. Ya solo me quedaba volver con los demás mercenarios y que nos pusiéramos en marcha a pie nosotros. Pero, para cuando nosotros llegásemos, los padres de Horval estarían en un lugar seguro ya, esperando al momento de volver a encontrarse con su hijo.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Capítulo 26: Masacre en Argard



Al principio del recorrido, varios escuadrones íbamos juntos. Los mercenarios que nos acompañaban a la misión charlaban y reían entre ellos todavía, sin importar que fuesen asignados a distintas escuadrillas. Nadie mantenía ninguna formación, y yo no me veía capaz de ordenarles que formasen filas. Ni siquiera los capitanes formábamos. Horval y Sig caminaban juntos a su bola, y Barferin, Aldven y yo tampoco hacíamos por mantener las escuadrillas separadas. En la primera bifurcación del sendero que hallamos, todos nos dispersamos por distintos caminos y pude oír a uno de mis hombres decirle a un compañero suyo de otro escuadrón “no podrás acabar con tantas vidas como yo” con un tono desafiante. Me parecía enfermizo que se tomaran aquello como un simple juego para divertirse entre ellos. Más tarde descubrí que hasta habían hecho apuestas para ver quién mataba más.

En nuestra primera noche descansamos en un amplio claro bajo la luz de las estrellas. Encendimos cinco hogueras con varias ramas secas que fuimos acumulando, y, en cada hoguera, se sentaron seis mercenarios a comer sus raciones y a seguir hablando de sus historias en otras batallas. Yo preferí quedarme apartado en la oscuridad, sentado sobre un tocón, contemplando en silencio cómo se divertían en la última noche antes de llegar a Argard.

Estaba sumido en mis pensamientos, por lo que, aunque mi mirada estaba fija en los cinco grupos que se habían distribuido en el claro, yo no estaba atento a nadie en especial. De hecho, ni siquiera me di cuenta de que uno de los hombres se estaba acercando a mí hasta que se posó sobre mi lado y me habló.

-Capitán, estáis muy callado-dijo con la voz calmada.

-Se me hace extraño que alguien me llame capitán-admití aun con la mirada perdida.

-¿Os ocurre algo?-preguntó agachándose para estar a mi misma altura.

-Solo se me hace extraña la situación, nada más-dije algo tosco, mirándole de reojo-. ¿Por qué no estás con tus compañeros?-pregunté frunciendo el ceño sin entender por qué se había apartado para hablar conmigo. Ahí me di cuenta de que estaba hablando con un chico bastante joven que apenas llevaría vivo dos décadas. Tenía el pelo corto y negro, y la noche hacía que pareciera aun más oscuro de lo que era, y su rostro aun mostraba algo de la inocencia infantil de la que, posiblemente, aun no había podido desprenderse a causa de su corta edad.

-Todos ellos se conocen, aunque no trabajen juntos. Yo, en cambio, aun soy nuevo en esto-admitió sentándose en el suelo junto al tocón, doblando su rodilla derecha y apoyando su brazo sobre ella.

-Pero eres un mercenario, ¿no es cierto?

-Me pregunto cuándo podría considerarme un mercenario-dijo riéndose y negando con la cabeza-. Creo que todavía no podría llamarme así, este es el primer trabajo para el que me contratan.

-Ya has sido contratado, estás luchando por dinero-dije volviendo a desviar la mirada hacia los demás-. Eres como todos ellos: un mercenario.

-Aunque ellos tienen más experiencia que yo. No hay más que escucharles hablar.

-A veces hasta los soldados exageramos nuestras propias anécdotas-confesé riéndome-. Por cierto, ¿cómo te llamas?

-Me llamo Willen, señor-se presentó extendiéndome su mano.

-Yo soy Celadias-respondí a su presentación estrechándole la mano.

Aquella noche descubrí que no todos los mercenarios eran hombres corpulentos con sed de sangre que solo buscan la fama y el dinero, capaces de cometer cualquier atrocidad con tal de obtener una buena suma de oro o cualquier otro tipo de recompensa. Aquel chico parecía haberse decidido a ser mercenario por necesidad. Y su historia me hizo sentirme culpable por haberme alistado en el ejército. Al parecer era un joven muchacho de Arstacia que creció sin familia a causa de la guerra y que tuvo la suerte de haber sido encontrado deambulando por los bosques por un cazador antrano cuando apenas tenía cinco años.

-¿Y por qué estás trabajando para quienes mataron a tu familia?-pregunté confuso.

-La única familia que conozco es aquel cazador y su mujer, quienes, para mí, son mis padres. Hace poco, mi padrastro enfermó y murió a causa de una elevada fiebre que no pudimos rebajar. Él era el único que traía comida y dinero a casa, así que de alguna forma tenemos que subsistir. Además, tú también eres arstaciano, te he visto muchas veces en la plaza, y estás trabajando para el imperio que te arrebató tu hogar.

-Yo solo he conocido Antran como mi hogar-reconocí encogiéndome de hombros.

-Entonces estamos en la misma situación, ¿no crees?

-Supongo que tienes razón-contesté poniéndome en pie-. Será mejor que descanses, mañana nos espera un día duro.

El resto de la noche la pasé haciendo guardia. No creía que pudiera dormir y descansar bien con tantas dudas en mi cabeza, con la curiosidad de saber pronto qué era lo que me encontraría al llegar a Argard y qué era lo que tendría que hacer si quería hacer lo correcto. Me preguntaba constantemente qué era lo correcto, por qué tantos mercenarios y ni un solo soldado antrano, quién era aquel capitán misterioso que había partido antes que nosotros y hacia dónde se había dirigido con qué escuadrón. Eran tantas preguntas que sabía de antemano que me mantendría toda la noche despierto y sin poder pegar ojo en ningún momento.

En cuanto vislumbré los primeros rayos de sol comencé a despertar a los mercenarios, quienes algunos gruñían y se quejaban pero que acababan resignándose a levantarse para poner rumbo a la aldea natal de Horval. Mantuvimos un buen ritmo andando, permitiéndonos ver a lo lejos la aldea poco después del medio día.

Sus casas eran pequeñas y humildes, construidas de piedra de una forma bastante similar a las casas que habían en Arstacia. Un camino de adoquines conformaba las calles que unían las casas unas con otras, donde no se veía a ningún guardia que las patrullase. Parecía ser un pueblo bastante tranquilo y pacífico a primera vista, donde nunca pasaba nada. O, al menos, nunca pasó hasta aquel día. Los primeros aldeanos que vislumbraron al pequeño escuadrón dieron la voz de alarma, preocupados de que tres decenas de hombres armados se dirigieran directos hacia ellos. Y su preocupación no era infundada.

El escuchar los primeros gritos, todos los mercenarios desenfundaron sus espadas sin dudarlo ni un segundo y echaron a correr, dejándome atrás. Yo caminaba sosegado, vigilante, intentando vislumbrar algún atisbo de rebeldes en la aldea, sin sacar todavía mi espada. Cuando alcancé las primeras casas del pueblo, la masacre ya había comenzado.

Los mercenarios acometían con violencia contra toda aquella persona que intentase huir, sin darles oportunidad a defenderse. Solo unos pocos hombres armados intentaban hacer frente a la amenaza, pero ni siquiera parecían estar adiestrados en el uso de la espada. Más bien parecían ser los patriarcas de familia intentando defender desesperadamente su hogar, aunque sin ningún éxito.

Por las calles podían verse a mercenarios echando las puertas de madera de las casas con una patada. Desde fuera se podían oír los gritos de súplica y dolor de las mujeres y de los niños quienes eran separados de los brazos de sus madres mientras los hombres retenían el máximo tiempo posible a los asaltantes para dar una oportunidad a su familia de escapar.

Caminaba por entre las escaramuzas contemplando horrorizado la violencia de los hombres a los que, supuestamente, mandaba. Gritaba sin éxito órdenes que no eran escuchadas, ni mucho menos respetadas, pidiendo a voces que cesase la violencia y dejaran de atacar a los inocentes ciudadanos de Argard. El único que no combatía era Willen, quien se quedó paralizado al ver cómo sus compañeros de trabajo masacraban a esa indefensa población.

-Willen, ven conmigo-le ordené, tirando de su brazo para que me siguiera, corriendo calle arriba.

Por todas partes, la violencia reinaba incesante y en los rostros de aquellos mercenarios se veía un sadismo tenebroso, unas ansias de matar, un placer inconmensurable mientras arrebataban vidas. Me sentía impotente al no poder hacer nada por detener aquella barbarie de la que me habían obligado a formar parte, engañándome con viles mentiras de rebeldes asentados. Me empecé a sentir traicionado por aquel imperio al que juré servir con lealtad hasta que no quedase un solo aliento de vida en mi interior.

Mientras corríamos calle arriba, un hombre bastante corpulento se plantó justo delante de nosotros para bloquearnos el paso. Parecía ser bastante fuerte y sus facciones en el rostro me parecían bastante familiares, aunque no entendía todavía por qué.

-No vais a avanzar más que hasta aquí, malditos bandidos-dijo enfurecido con un garrote en sus manos. Y, al ver mi armadura, su rostro pareció volverse más enfadado-. ¿Sois un caballero antrano? Vestís la misma armadura que mi hijo.

-¿Su hijo?-pregunté, cayendo más tarde en la cuenta de quién podría ser aquel hombre-. ¿Su hijo se llama Horval por casualidad?

-Así es, ¿lo conocéis?-preguntó atónito.

-Capitán, ¿conocéis a ese hombre?-preguntó Willen.

-Conozco a su hijo-respondí apesadumbrado, apretando fuertemente mis puños-. No es justo… Esto que está pasando no es justo.

-Marchaos de aquí, no permitiré que pongáis un solo dedo sobre mi esposa-dijo amenazante aquel que parecía ser el hombre de Horval. Y su parecido era realmente sorprendente.

-No vamos a haceros daño-dije en voz baja.

-Capitán, ¿qué pensáis hacer?-preguntó Willen.

-No puedo evitar que esos mercenarios saqueen el pueblo, pero evitaremos que se acerquen a vuestro hogar-aseguré al padre de Horval, quien parecía estar sorprendido.

-¿Decís que son mercenarios?-preguntó atónito, sin entender nada.

-No hay tiempo de explicaciones, señor. Entrad en casa y nosotros nos encargaremos de que no os pase nada-dije mirando por encima de mi hombro hacia atrás-. Willen, tú te encargarás de proteger la casa. Yo intentaré poner fin a esta masacre.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Capítulo 25: Mercenarios



Media plaza central se encontraba llena de soldados aquella tarde. Decenas de curiosos se reunieron en torno a ellos para saber qué estaba pasando. Todos se preguntaban por qué había un puñado de soldados en la plaza reunidos y a dónde se dirigirían, pues se notaba que estábamos preparándonos para partir. Algunos temían que fuésemos a la guerra, aunque los más avispados se daban cuenta de que éramos un grupo demasiado pequeño como para dirigirnos a Torval.

Echando un vistazo a los soldados que habían me di cuenta de que algunos habían venido de fuera, cosa que me extrañaba teniendo en cuenta la cantidad de soldados que residían en Arstacia. También me percaté de que los hombres de mi escuadrilla no eran soldado. Ni siquiera vestían las mismas armaduras que la infantería antrana. Cada uno tenía una armadura diferente, cada uno portaba su propia armadura personal. Tenían un comportamiento muy seguro de sí mismos, y, a pesar de que hablaban en voz baja, su forma de hablar de cómo iban a arrasar la aldea y de cumplir su trabajo me hacía pensar que se trataban de mercenarios. Fue, quizá, el hecho de que se refirieran a ello como un trabajo y no como una misión lo que me hacía sospechar que lo fuesen. Aquellos hombres, ávidos de sangre, parecían tener mucha más experiencia que cualquier otro soldado de Antran. Algo normal si resultaba ser cierta mi teoría. Sus facciones marcadas mostraban crueldad en sus rostros, y sus risas al conversar entre ellos les hacía parecer seguros del éxito en la misión.

Observaba en silencio cómo hablaban y reían entre ellos, preguntándome si obedecerían mis órdenes una vez llegásemos a Argard. Al fin y al cabo, yo solo era un chaval de dieciséis años sin ninguna experiencia como capitán y con la única suerte de haber llamado la atención de mis superiores para acabar donde estaba. Pensaba que, aun con un título de caballero, ellos jamás me respetarían por mi falta de experiencia.

Era mientras estaba sumido en aquellos pensamientos cuando Aldven se acercó a mí. Yo ni siquiera me percaté de su presencia hasta que me habló.

-Celadias, quisiera preguntarte una cosa. ¿Tus soldados son mercenarios también?

Su pregunta me hizo creer más firmemente en mi teoría.

-No estoy seguro del todo, pero se comportan como si lo fueran-respondí con sinceridad, mirando de reojo a aquellos soldados-. Desde que los vi me han dado la impresión de que lo son. Ni siquiera parecen ser de Arstacia-y, a decir verdad, cada vez que los observaba podía ver con más claridad que alguno incluso parecía venir de tierras lejanas, más allá de las fronteras antranas.

-¿Qué es lo que está pasando?-preguntó desconcertado al darse cuenta de que yo había reparado en lo mismo que él-. Se supone que íbamos a estar al mando de soldados antranos, no de mercenarios extranjeros.

-¿Los demás saben algo?

-He preguntado a Garlet y a Sig, y sus hombres también parecen mercenarios. A Garlet también le ha llamado la atención, y cree que hay algo raro en todo esto. Pero a Sig le da igual.

-¿Qué te han dicho?-pregunté intentando sacar algo en claro.

-Garlet no me ha dicho nada, pero parece sospechar que hay algo extraño. Sig dice que es más importante la vida de un soldado antrano que la de un mercenario y que por eso es mejor que combatan ellos.

-¿Y para qué nos mandan entonces a nosotros con ellos? No tiene sentido.

-Según Sig, para que controlemos lo que hacen. De todas formas quiero preguntarle al capitán acerca de esto.

Ahora que sabía que yo no era el único al mando de un escuadrón de mercenarios sentía que algo extraño estaba ocurriendo. Me pareció buena idea ir a preguntar a Barferin e intentar discernir por qué nuestros soldados habían sido contratados. Acompañado por Aldven, me acerqué hasta Barferin, quien hablaba acaloradamente con Hatik. Parecían estar discutiendo, pero, cuando llegamos, ya estaban terminando y solo pudimos oír a Hatik decir:

-Las órdenes son estas y no hay más que hablar. El emperador ha sido benevolente con todos y cada uno de vosotros permitiéndoos ser una institución militar al margen del ejército y concediéndoos el privilegio de convertiros en caballeros, a pesar de la clara falta de experiencia de alguno de vuestros hombres-y, al mencionar aquello, pude ver cómo me miraba descaradamente-. Mis hombres me están esperando, y los vuestros a vosotros. Será mejor que todos nos pongamos en marcha cuanto antes.

Cuando se retiró, Aldven y yo nos acercamos a Barferin. Su gesto nos infundía temor. Jamás había visto a Barferin tan cabreado como aquella vez. Mantenía sus puños cerrados con fuerza y su mandíbula parecía que fuese a partirse de un momento a otro de tanto apretar sus dientes.

-Capitán, ¿qué ha ocurrido?-preguntó Aldven preocupado por la discusión.

-Nos han engañado y nos están tratando como a imbéciles-dijo lleno de rabia-. Nuestros hombres son mercenarios. Todos estamos al mando de un escuadrón de mercenarios. Todos salvo ese impertinente caballerucho del tres al cuarto con aires de superioridad que solo tiene ese título por haber salido de los testículos de su padre.

-¿Quién es su padre?-pregunté movido por la curiosidad, a pesar de que el tema a tratar y que más nos preocupaba era otro muy distinto.

-Su padre fue un estratega muy apreciado por el antiguo emperador de Antran y quien ayudó a nuestro actual emperador a ganar la guerra contra Arstacia-respondió soltando un suspiro-. Quizá hayáis oído hablar de él; se llama Arlon.

-Mi amigo Trent me ha hablado varias veces de él-comenté, recordando cuando el joven estudioso me hablaba fascinado de las estrategias antranas durante la guerra, diciendo lo increíble que era que consiguieran borrar un reino entero en un conflicto bélico que apenas duró un año.

-¿Y qué tiene que ver el padre de Hatik en todo esto?-preguntó Aldven, confuso.

-¿Yo qué sé? Me habéis preguntado vosotros-contestó Barferin alterado-. De cualquier forma, da igual. ¿Por qué habéis venido vosotros?-nos preguntó.

-Aldven se había percatado de que todos los soldados que hay aquí son mercenarios, y queríamos preguntarte si sabías algo al respecto.

-Justo por eso estábamos discutiendo Hatik y yo-nos aclaró negando con la cabeza-. Pero no quiere decirnos nada al respecto. Dice que no es de nuestra incumbencia y que nosotros solo tenemos que acatar las órdenes del emperador. ¡A saber si no ha sido él quien nos ha puesto al mando de estos mercenarios!

Barferin estaba demasiado alterado y no sabíamos qué hacer para que recuperara la calma. Yo también estaba algo enfadado por que nos hubiesen ocultado aquello, pero si ni Barferin había conseguido aclarar el asunto, mucho menos caso me iban a hacer a mí.

-Supongo que no tenemos otra alternativa, debemos seguir con la misión a pesar de este infortunio-comenté cruzándome de brazos resignado.

-Yo no lo llamaría infortunio, yo lo llamaría faena-respondió Aldven.

-Lo que está claro es que nos han hecho una jugarreta tremenda-dijo Barferin, tratando de tranquilizarse-. Lo peor de todo es que Hatik sí tiene bajo sus órdenes a soldados de verdad, y eso es lo que me preocupa.

-¿Por qué?-pregunté.

-¿No te parece sospechoso que todos sean mercenarios salvo sus hombres?-preguntó retóricamente, aunque no entendía a dónde quería parar-. Primero nos meten prisa para que partamos cuanto antes a borrar del mapa unos poblados pequeños con decenas de hombres armados contra un puñado de habitantes desarmados. Nos ponen a nosotros a capitanearlos a pesar de que vosotros dos aun sois muy jóvenes y no tenéis ninguna experiencia de mandato. Ahora resulta que nuestros soldados son mercenarios. Y a eso tenemos que añadirle el hecho de que Hatik también participará en esta misión, nadie sabe a dónde se dirige y sus hombres sí son soldados de verdad.

-Visto así es bastante sospechoso-reconocí-. Por cierto, ¿no íbamos a ser en total ocho escuadrones?-pregunté, y Barferin asintió con la cabeza sin entender el por qué de mi pregunta-. Aquí solo he contado siete escuadrones.

-El octavo escuadrón partió esta mañana-respondió Barferin, quien se quedó durante un momento en silencio, pensativo-. Ahora que lo dices… nadie sabe quién comanda ese escuadrón ni a dónde se dirige.

-Supongo que tú sabrás cuál es su objetivo-comenté.

-En la lista solo aparecían siete nombres, pero en el informe decían que eran ocho aldeas. Qué extraño.

-Hoy está siendo todo demasiado extraño-dijo Aldven cruzándose de brazos-. Pero no podemos hacer nada por el momento.

-Tienes razón, aun no podemos hacer nada para entender qué está pasando-reconoció Barferin frustrado-. Centrémonos en cumplir con nuestra misión y, cuando regresemos a casa, intentaremos arrojar luz sobre el asunto, ¿de acuerdo?

Asentimos con la cabeza, conformes y decididos, y nos separamos para reunirnos con nuestros hombres. Cuando llegué y me presenté pude ver el desagrado de tener que estar bajo mis órdenes en los rostros de algunos más descarados. Y supuse que el resto que, que parecían no importarles en absoluto, ocultaban ese mismo desagrado. Supe en ese momento que aquel viaje sería más difícil de lo que pensaba teniendo que cargar con un escuadrón de mercenarios a los que no parecía hacerles mucha gracia que yo fuese su capitán. Y a eso se le sumaba el halo de misterio que envolvía de secretos una misión que ninguno podíamos comprender.